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TraducciĆ³n y notas: Paulo CĆ©sas de Souza
Editor: Pocket Company
184 pƔgina

El nacimiento de la tragedia

Nietzsche y la tragedia griega: nacimiento, muerte y posible resurrecciĆ³n

Por Flavio Roberto Nunes

  ā€œTodo lo que nace debe estar preparado para un ocaso dolorosoā€

1. Criadero

 

       En su primer libro, El nacimiento de la tragedia, de 1872, Nietzsche nos dice que Dioniso es el dios del arte no figurado de la mĆŗsica, mientras que Apolo, dios de los poderes moldeadores, gobierna no solo las artes plĆ”sticas, sino tambiĆ©n una parte de la poesĆ­a. . Todo lo que puede llamarse producciĆ³n artĆ­stica estĆ” simbĆ³licamente bajo la influencia de estos dos dioses griegos.

       En esta dialĆ©ctica, Apolo, ademĆ”s de ser el dios de los poderes configuradores, es tambiĆ©n el que reina en la apariciĆ³n del mundo de los sueƱos. Ā”Y cuĆ”n superior, tanto para el artista plĆ”stico como para el poeta, es la verdad de este mundo onĆ­rico, comparada con la del mundo que el hombre sin inclinaciĆ³n filosĆ³fica llama real! En su De Rerum Natura, LucrĆ©cio nos cuenta que los pintores, escultores y poetas griegos primero vislumbraron las imĆ”genes de los dioses olĆ­mpicos en sueƱos y solo mĆ”s tarde comenzaron a representarlas en sus versos, jarrones, esculturas y bajorrelieves. Frente al sueƱo, el artista observa lentamente todo lo que es una imagen que se le presenta en sonidos y colores vivos. Ɖl observa sabiendo que todo es solo un sueƱo que, como todos los demĆ”s, pronto se desvanecerĆ”. A partir de esta observaciĆ³n, se educa no solo para las artes sino tambiĆ©n para la vida, donde busca nunca traspasar esa delicada lĆ­nea, porque Apolo es tambiĆ©n el dios de la medida, de la nada en exceso, del autocontrol y del conocimiento de uno mismo. mismo. Y asĆ­ como la caracterĆ­stica de la aptitud filosĆ³fica es el don de un hombre, en ciertos momentos, para considerar a todos los demĆ”s hombres y cosas como meras sombras, imĆ”genes irreales listas para disiparse como nubes en el viento, asĆ­ tambiĆ©n el artista-filĆ³sofo se comporta frente a la realidad del mundo de los sueƱos. Sabe que hay otros mĆ”s allĆ”, y permanece sereno en la contemplaciĆ³n, preƱado de esa medida limitaciĆ³n, de esa libertad frente a los mĆ”s salvajes instintos y emociones. Si el ojo del dios formador es sabio y pacĆ­fico, el ojo de su discĆ­pulo, tanto en el sueƱo como en la vida, debe ser tambiĆ©n solar, ya que la divinidad de la luz obra precisamente trazando lĆ­neas divisorias entre los individuos. Para Ć©l y sus secuaces, tales lĆ­mites son las leyes mĆ”s sagradas de este mundo.

       En los transportes dionisĆ­acos, sin embargo, esta individualidad desaparece. Bajo los poderes del dios del vino, el hombre ahora quiere fusionarse con sus semejantes y con la naturaleza. Embriagados y bajo el torrente delirante de la mĆŗsica, podemos ver, en los carnavales de la vida, manifestaciones anĆ”logas al espĆ­ritu de Dionisio. Vemos la multitud creciente, cantando y bailando de un lugar a otro, como si el trasfondo comĆŗn e invisible de todos nosotros pasara ante nuestros ojos. Bajo el efecto de esta magia, los individuos se unen, el hombre se reconcilia con su prĆ³jimo y tambiĆ©n con la naturaleza, que a su vez se reconcilia con su hijo prĆ³digo. Ahora ya no hay lugar para las distancias, los lĆ­mites entre las personas. La camisa de fuerza social se rompe, el malestar en la civilizaciĆ³n se evapora. Gracias al evangelio de la armonĆ­a universal, cada uno se siente no sĆ³lo unificado, reconciliado, fusionado con su prĆ³jimo, sino uno, como retornado al magma del misterioso Primordial. RemontĆ”ndonos a los coros bĆ”quicos de los griegos con su prehistoria en Asia Menor a la Babilonia de los orgiĆ”sticos saceos en los que un esclavo era coronado rey y sacrificado al final de la celebraciĆ³n, lo que encontramos, en todas estas manifestaciones, es, al abajo, el hipo de los mismos individuos por diluciĆ³n y mezcla.

       El sueƱo apolĆ­neo y la embriaguez dionisiaca son fenĆ³menos que parecen brotar de lo que estĆ” mĆ”s allĆ” de la comprensiĆ³n humana. Por obra de Apolo, este insondable, al entrar en formas individuales y separadas, se objetiva en la multiplicidad visible dispuesta en el tiempo y en el espacio. Ya sea en la realidad, en un sueƱo o en una obra de arte, aparece independiente de cualquier deseo humano. Si el soƱador es un artista, el impulso continĆŗa y, despierto, ahora comienza a crear. Es Apolo, el dios de los orĆ”culos, de las sibilas y de los oniromantes, es Ć©l quien simboliza este principio moldeador que, a los ojos de los mortales, nos hace ver separados lo que es bĆ”sicamente una sola cosa.

       Durante el sueƱo de un artista griego, a juzgar por los numerosos relatos de la tradiciĆ³n, sus ojos quedaron dotados de una poderosa capacidad plĆ”stica, junto con su sincera y luminosa pasiĆ³n por el color. Sus sueƱos tenĆ­an una causalidad lĆ³gica, lĆ­neas y contornos nĆ­tidos, colores y grupos precisos. Tales eran los sueƱos de Homero, el mayor bardo de la cultura apolĆ­nea y quien, bajo los poderes del dios resplandeciente, transmutĆ³ el mundo de los titanes en la luminosa sociedad de los olĆ­mpicos. Pero, Āæpor quĆ© los griegos necesitaban estos dioses? ĀæCĆ³mo precisamente surgiĆ³ una sociedad tan luminosa de seres sobrehumanos? En ellos no hay elevaciĆ³n moral, santidad, miradas misericordiosas de amor, no hay nada que nos recuerde al ascetismo. Y, sin embargo, todo lo que hacen es deificado, ya sea para bien o para mal. ĀæPor quĆ© los dioses griegos fueron creados con estos personajes? ĀæEn quĆ© se basa esta cultura? La respuesta es esta: el griego primero mirĆ³ al fondo de la existencia, sintiĆ³, en este valle de lĆ”grimas, la nĆ”usea del absurdo. Es la sabidurĆ­a de Silenus. Los mortales somos parte de una raza miserable y efĆ­mera, somos hijos del azar, el tormento y el dolor. Si lo mejor para nosotros serĆ­a no haber nacido, lo mejor ahora serĆ­a que muramos lo antes posible. AquĆ­ se nos abre la mĆ”gica montaƱa del Olimpo y se nos muestran sus raĆ­ces. El griego sintiĆ³ los estremecimientos y horrores del ser, el impacto de las lĆŗgubres aseveraciones de Sileno, el viejo semidiĆ³s borracho de los bosques. Y para no negar esta existencia, para no despreciarla y con ella su propio cuerpo, creĆ³ esa especie de dioses ante cuya conducta se justificarĆ­a la suya y la de su vida. Frente a los poderes titĆ”nicos de la naturaleza, contra Moira, contra el destino que reina sobre los hombres y los dioses, contra ese buitre que roe el hĆ­gado del gran amigo de los hombres, contra la maldiciĆ³n sobre la raza atridiana, contra todo esto, por impulso apolĆ­neo de belleza, el griego crea esa sociedad luminosa que parece como rosas brotando de un matorral de espinas. Sus dioses legitiman la vida humana de un pueblo tan apegado a lo sensible, tan impetuoso en el deseo, y la justifican por el hecho de que ellos mismos tambiĆ©n la viven. ĀæY cuĆ”l es el sĆ­mbolo mĆ”s grande de esta afirmaciĆ³n, este apego, este amor desmedido por la vida? Aquiles lamentando no ser inmortal y diciendo que preferirĆ­a vivir para siempre, incluso como esclavo.

       La cultura apolĆ­nea de las formas caĆ­a como un velo sobre ese mundo deforme y feo de la titanomaquia, de la teogonĆ­a primitiva de los horrores. El impulso de belleza que engendra el sueƱo del visionario hizo que Homero configurara, en la poesĆ­a Ć©pica, este esplĆ©ndido nivel de las cosas. El heleno colocĆ³ ante sĆ­ un espejo en cuya superficie se vio luminoso y transfigurado. Eso sĆ­, primero superando monstruos, titanes, horror y sufrimiento, y luego, a travĆ©s de imĆ”genes onĆ­ricas, pero sin olvidar nunca los aspectos horrendos de la existencia, saliendo victoriosos de una consideraciĆ³n negadora de la vida. Pero no sĆ³lo el heleno como artista humano, tambiĆ©n la Voluntad querĆ­a contemplarse transfigurada en la creaciĆ³n del artista y, para glorificarse a sĆ­ misma, los sueƱos del artista y su obra de arte necesitaban ser dignos de glorificaciĆ³n, como ambos aspiraban a ver. mismo en una esfera aĆŗn mĆ”s alta que la que se ve en el mundo de los sueƱos. Necesitaban apuntar a un mundo de dioses sin imperativos ni censuras, en un Ć”mbito superior del arte, y este mundo sĆ³lo podĆ­a presentĆ”rsenos en la obra de un artista como Homero, el poeta ingenuo por excelencia. Es la sabidurĆ­a del sufrimiento, la del pesimismo trĆ”gico, no el pesimismo del aliento pestilente, rencoroso y resentido de los que odian la vida. ĀæEs el hombre un ser contingente? ĀæEs absurda la existencia y las Ćŗnicas ademĆ”s de eso son las del Hades y el TĆ”rtaro? ĀæY? En este mejor de los mundos posibles, todo lo que nace necesita estar listo para un ocaso doloroso.

       El artista ingenuo que llega a este punto de vista sobre la existencia y decide afirmarlo con todas sus fuerzas es impulsado por una especie de fuego sagrado. Es este fuego el que lo acicatea, el que forja la meta alcanzable en la obra que se le insta a realizar. Apenas es consciente del blanco al que apunta, sueƱa sabiendo que sueƱa y no quiere despertar, pues se complace profundamente en la consideraciĆ³n, en el goce placentero, aun a riesgo de la locura que vendrĆ” despuĆ©s. considerar la realidad de la vigilia como la mera ilusiĆ³n de un delirio.

       Este fondo comĆŗn a todos nosotros, la cosa misma, la Voluntad, se objetiva en tres niveles: el de la realidad, el del sueƱo y el de la obra de arte. Tu apetito por ingresar a uno de estos tres niveles formales es inagotable. El nivel mĆ”s deseado por Ć©l es el de la realidad, mientras que el mĆ”s altamente satisfactorio para el artista es primero el del sueƱo, seguido del de la obra de arte, que no es mĆ”s que estas imĆ”genes onĆ­ricas potenciadas. Por eso sentimos ese placer indescriptible en la obra de un excelente poeta, de aquellos que se rodean de figuras que viven y actĆŗan ante Ć©l y en cuyo interior penetra su mirada. Para esta raza de creadores, que vislumbra incesantemente un juego vivo y estĆ” continuamente rodeada de huestes de espĆ­ritus, la metĆ”fora no es una simple figura retĆ³rica, sino una imagen sustitutiva que hace flotar frente a nosotros en lugar de aquello para lo que fue visualizada. .

       Un poeta que puede situarse al lado de Homero como contrapunto a su objetividad es ArquĆ­loco. Fue el primer letrista que introdujo la canciĆ³n popular en Hellas. Esta canciĆ³n popular, la melodĆ­a con la letra, es uno de esos momentos en los que tambiĆ©n aparecen aparejados los impulsos apolĆ­neos y dionisĆ­acos. La corriente musical dionisiaca es el sustrato y presupuesto de este canto popular. Su melodĆ­a, que remite al Uno, es la primera y la mĆ”s universal, pudiendo recibir mĆŗltiples objetivaciones en mĆŗltiples textos en su fĆ³rmula estrĆ³fica, de modo que en esta poesĆ­a lĆ­rica es la letra la que intenta imitar a la mĆŗsica, intenta objetivar en imĆ”genes. AquĆ­ la imaginerĆ­a necesita de la mĆŗsica, trata de imitarla, pero la mĆŗsica no necesita de la imagen y nunca se puede explicar en conceptos. Pero este artista lĆ­rico no puede llamarse subjetivo, a diferencia de Homero, el Ć©pico, objetivo por excelencia. Todo artista, en cuanto subjetivo, sĆ³lo puede ser un mal artista, en la medida en que su contemplaciĆ³n del sueƱo no es desinteresada, en la medida en que, sabiendo que estĆ” soƱando, se aprovecha de Ć©l para satisfacer deseos carnales fuera de su alcance en el mundo despierto. Mientras sus intereses estĆ©n relacionados con el mundo de los meros fenĆ³menos, con su cuerpo, con sus sentimientos, mientras el creador no sea el puro sujeto del conocimiento y su ojo cĆ³smico, no hay producciĆ³n verdaderamente artĆ­stica. El verdadero letrista habla en el fondo de lo que no se ve afectado por la muerte. Es su disposiciĆ³n musical la que nos da esa ilusiĆ³n de que habla de sentimientos humanos mezquinos y bajos, y nuestros estetas, aludiendo al principio de autoridad, tienden a reproducir la afirmaciĆ³n errĆ³nea de AristĆ³teles de que la mĆŗsica imita al alma humana. La aƱoranza, el dolor, la nostalgia en que aparece la mĆŗsica que viene de lo mĆ”s profundo es el artista que lamenta inconscientemente su desmoronamiento.

       Esta mĆŗsica, esta disposiciĆ³n dionisĆ­aca, no se nos hace en absoluto visible en las imĆ”genes del poeta, pero la fuerza de estas imĆ”genes muy bien puede seƱalarnos su origen y decirnos que ellas mismas no son mĆ”s que el vago reflejo figurativo y conceptual de los abismos del Ser. El yo del verdadero poeta lĆ­rico suena pues desde allĆ­, y no desde pasiones individuales que despiertan deseos egoĆ­stas, proviene del genio universal, del espĆ­ritu de la tierra para el poeta y su sufrimiento primordial a la vista de las astillas. Cuando estĆ” poetizando, ArquĆ­loco ya no es Ć©l mismo, sino un medio a travĆ©s del cual lo sin nombre celebra su redenciĆ³n en apariencia a travĆ©s de la obra de arte de este otro gran artista ingenuo. La obra no existe por Ć©l, no la hace conscientemente, ni pretende ningĆŗn tipo de edificaciĆ³n moral de terceros ni nada por el estilo. Nuestro saber artĆ­stico es ilusorio, y lo que hay en el fondo es un solo espectador de esta comedia del arte, que con ella, con los sueƱos de los artistas y con la realidad, se prepara un goce eterno y gozoso. Entonces, cuando miramos el trabajo terminado, entonces tambiĆ©n somos participantes de ese mismo fruto. En efecto, nosotros mismos, para el verdadero creador de este mundo, no somos mĆ”s que puras imĆ”genes y proyecciones artĆ­sticas, y ahĆ­ radica nuestra suprema dignidad, la de ser, con el mundo, obras de arte del gran creador.

       Como en la poesĆ­a lĆ­rica, en la tragedia Ć”tica tenemos ahora otro momento, el momento mĆ”s importante, en el que los dos impulsos vuelven a aparecer juntos, y en ambos casos la mĆŗsica dionisĆ­aca es el estrato superior. Esto se debe a que, en sus inicios, la tragedia era solo el coro ditirĆ”mbico y nada mĆ”s. Pero este coro primitivo no era, como afirmaba Schlegel, una especie de espectador ideal. Tampoco representaba al pueblo frente a una supuesta regiĆ³n principesca de la escena. Las primeras fuentes de la tragedia eran puramente religiosas, y no habĆ­a idea de un contraste entre nobleza, prĆ­ncipe y pueblo. Tampoco el coro era uno de los actores, como querĆ­a AristĆ³teles. Un espectador o pĆŗblico ideal es aquel que sabe que tiene ante sĆ­ un espectĆ”culo artĆ­stico, y no una realidad, mientras que el coro trĆ”gico reconoce existencias vivas en el escenario. El coro oceĆ”nico, por ejemplo, no vio a un actor, sino al mismo Prometeo. Entonces, ĀæcĆ³mo considerar al coro un espectador ideal? Schiller, que luchĆ³ contra el realismo en el arte, nos da una pista para profundizar en el tema. Dijo que el coro primitivo era como un muro vivo que la tragedia se extendĆ­a a su alrededor para aislarse del mundo real y salvaguardar su suelo ideal y su libertad poĆ©tica. En el drama griego, incluso en el posterior, justo antes de su muerte, todo es ideal, incluso el lenguaje, que estĆ” metrificado. Fue solo despuĆ©s de la muerte de la tragedia que la poesĆ­a se vio obligada a una dolorosa y servil retracciĆ³n de la realidad. Pero esta idealidad en la tragedia no es un mundo insertado arbitrariamente por la fantasĆ­a entre el cielo y la tierra, sino un mundo con la misma credibilidad que el Olimpo para el creyente griego. En el coro primitivo, el sĆ”tiro vive en una realidad reconocida en tĆ©rminos religiosos bajo la sanciĆ³n del mito y el culto. Es para el hombre civilizado lo que la mĆŗsica dionisĆ­aca es para la apolĆ­nea. Por la mĆŗsica del coro, esta cortesĆ­a se suspende, como la luz de una lĆ”mpara se suspende por la luz del dĆ­a. Incluso en la tragedia mĆ”s avanzada, desde esa etapa primitiva en la que era sĆ³lo un coro, el griego civilizado se sentĆ­a suspendido ante el coro trĆ”gico. El Estado, la sociedad civil, todo quedĆ³ suspendido. Su efecto fue una especie de consuelo metafĆ­sico: detrĆ”s del paso, del incesante devenir, de la generaciĆ³n y la corrupciĆ³n, de la desgracia y la muerte, detrĆ”s de todo esto estĆ” esa cosa indestructible, poderosa, de la que formamos parte. El coro nos eleva y seƱala lo perenne en medio de la metamorfosis incesante de las cosas de este mundo. Este es el principal efecto de la tragedia. Los dos dioses, despuĆ©s de caminar separados, la mayorĆ­a de las veces incluso en abierto conflicto, ahora mĆ”s que nunca se entrelazan para devolver al espectador a ese supremo estado de gracia. Al mirar al fondo de la existencia, el griego, como todo el mundo, corrĆ­a el riesgo de caer en una negaciĆ³n budista de la vida. Pero el arte lo salvĆ³, y a travĆ©s del arte se salvĆ³ su vida.

       AquĆ­ tambiĆ©n se trata de una renuncia del individuo a travĆ©s de su entrada en una naturaleza extraƱa y como embrujada que le permitĆ­a andar rodeado de huestes de espĆ­ritus. Ahora compartĆ­a el humor del propio sĆ”tiro en el primitivo coro de ditirambo, que era un coro de transformados, como ningĆŗn otro, del canto procesional de las vĆ­rgenes, por ejemplo, que mantenĆ­an sus identidades civiles. En la tragedia, el coro es el sustrato de la imaginerĆ­a apolĆ­nea y es aĆŗn mĆ”s importante que la acciĆ³n misma, pues pronuncia sentencias de orĆ”culo, de sabidurĆ­a, y se desvela el mundo de la noche, y un mundo nuevo, mĆ”s claro y mĆ”s conmovedor, viene a nosotros.

       SĆ­, lo apolĆ­neo en la tragedia es sĆ³lo la superficie, el diĆ”logo, el lenguaje, el discurso de los hĆ©roes en su precisiĆ³n y claridad. Penetremos a travĆ©s de Ć©l en el trasfondo dionisĆ­aco a travĆ©s de la mĆŗsica del coro que evoca a Dionisos en la figura de un Edipo, esa figura mĆ”s dolorosa de la escena griega, que sin embargo ejerce un poder mĆ”gico a su alrededor, protegiĆ©ndolo y bendiciĆ©ndolo incluso despuĆ©s su muerte. A pesar de su sabidurĆ­a, o por ella, Edipo estaba destinado al error y al sufrimiento mientras desataba, lazo a lazo, el nudo procesal cuyo desenredo lo conducirĆ­a a la perdiciĆ³n total. Pero en Colono ya lo encontramos transfigurado, santo, pura resignaciĆ³n bajo la visiĆ³n de la vida eterna. SĆ³focles, como poeta, en la medida en que tambiĆ©n es pensador religioso, nos muestra a Edipo golpeado por un exceso de desgracias, abandonado como un puro doliente que ya no sufre. En su comportamiento perfectamente pasivo logrĆ³ la actividad suprema, mientras que la bĆŗsqueda consciente que lo impulsaba a la actividad lo llevĆ³ al desastre. En Colono, Ć©l es esa imagen unificada con la naturaleza. Sabe que la sabidurĆ­a es realmente un crimen contra ella, un pecado que debe ser expiado. Esto es tambiĆ©n lo que Esquilo nos permite prever con su Prometeo en acciĆ³n, aunque yendo un poco mĆ”s allĆ”, pues Esquilo tambiĆ©n nos hace prever, por la impiedad del hĆ©roe, la indigencia divina, el comienzo de un crepĆŗsculo de los dioses, y entonces tambiĆ©n nosotros ved a la Moira reinando sobre los inmortales, inamoviblemente firme, mostrando la dependencia recĆ­proca entre el Olimpo y el hombre escĆ©ptico, simbolizada en la figura de Prometeo, artista titĆ”nico del Ć”spero orgullo y su creaciĆ³n para desafiar todas y cada una de las desgracias. Encuentra en sĆ­ mismo la audaz creencia de que tambiĆ©n puede crear seres humanos, gracias a su sabidurĆ­a superior que, como Edipo, que descifra el enigma de la Esfinge, tambiĆ©n se verĆ” obligado a expiar. Pero en el fondo el Ćŗnico hĆ©roe escĆ©nico fue siempre Dionisio. Todas las figuras en el escenario griego son en realidad solo sus mĆ”scaras. Los individuos como individuos son mĆ”s cĆ³micos que trĆ”gicos. Los griegos no podĆ­an soportar individuos en la trĆ”gica escena. Lo Ćŗnico verdaderamente real que aparece desgarrado en una multiplicidad de mĆ”scaras es el mismo dios combatiente, enredado en un individuo que yerra, anhela y sufre, Dioniso visto en pedazos en semejantes imĆ”genes onĆ­ricas, con claridad Ć©pica, por influjo de Apolo. A travĆ©s de estos hĆ©roes, sentimos la presencia del dios en toda su plenitud. Aunque destrozado y devorado por los titanes, Pallas salva su corazĆ³n. El iniciado de los Misterios de Eleusis esparce un rayo de alegrĆ­a y esperanza en este mundo destrozado donde todos luchan contra todos, pues sabe que de ese corazĆ³n renacerĆ” Dionisio. Tu esperanza es parte de esa intuiciĆ³n, de esa iluminaciĆ³n mĆ­stica. No es la esperanza negadora, resignada, optimista de otra vida en un mundo mejor que Ć©ste. DemĆ©ter, sumida en la tristeza, se regocija cuando se entera de que podrĆ” volver a dar a luz a Dioniso. Esta es la doctrina mysteriosĆ³fica, la enseƱanza que la tragedia quiere transmitir a travĆ©s del drama que remite al mito. Profunda consideraciĆ³n del mundo, nos habla de la unidad detrĆ”s del devenir que nunca es, nos habla del renacimiento de todo lo que muere. No es casualidad que la primavera sea la estaciĆ³n en la que vemos el paso del carro de Dionisos, cubierto de flores y coronas, con el tigre y la pantera bajo su yugo, impregnando de alegrĆ­a a toda la naturaleza. De ahĆ­ naciĆ³ la tragedia y, por la pĆ©rdida de tal punto de vista por parte del decadente griego, se decretĆ³ su muerte.

 

2. muerte

 

       La tragedia muriĆ³ porque muriĆ³ tambiĆ©n en ella la referencia al mito cuando empezĆ³ a arrastrarse en la estrechez de una realidad histĆ³rica, de una concepciĆ³n pragmĆ”tica, cientĆ­fica, utilitaria de la existencia. Esta es una de las razones por las que una religiĆ³n comienza a morir. Es cuando se sistematizan sus presupuestos mĆ­ticos, transformados en doctrinas bajo la estricta y racional mirada de la ortodoxia, cuando se defiende la rigidez en la interpretaciĆ³n de los mitos, resistiĆ©ndose a la posibilidad natural de que sigan viviendo y proliferando. Con EurĆ­pides, el espectador fue llevado a skene. Ahora ya no era un hĆ©roe mĆ­tico, ideal, como los de Esquilo y SĆ³focles, sino la fiel mĆ”scara de la realidad. El hombre de la vida cotidiana se abrĆ­a paso hasta el escenario, y lo que se veĆ­a entonces ya no eran los rasgos grandiosos y audaces. Ahora bien, era la mediocridad burguesa, la vida y la actividad comunes conocidas por todos, los aspectos sobre los que todos estĆ”n capacitados para opinar. El heleno aquĆ­ renunciĆ³ a su propia creencia en la inmortalidad. No sĆ³lo la creencia en un pasado, sino tambiĆ©n en un futuro ideal. En esta etapa, el hombre ya no quiere responsabilizarse de nada serio, ni aspirar a nada grande, a valorar nada del pasado o del futuro, sino sĆ³lo del presente. Esta huida de lo serio, este cobarde que se deja contentar con el goce cĆ³modo, es lo que les parecĆ­a despreciable a los griegos de la mejor Ć©poca.

       Con la muerte de la tragedia, muriĆ³ la poesĆ­a misma, y lo que surgiĆ³ fue un enorme vacĆ­o de todo lo que tuviera algĆŗn valor. Ya no existĆ­a el mito. Dionisio entonces se refugia en la marea mĆ­stica de un culto secreto. En lugar de una poesĆ­a instintiva, el pensamiento filosĆ³fico se superpone y obliga al arte a aferrarse al tronco de la dialĆ©ctica. En el esquematismo del contrapunto entre los dos impulsos, sĆ³lo cristalizĆ³ lo apolĆ­neo. Ahora, ademĆ”s de la tragedia de EurĆ­pides, desprovista del elemento dionisiaco, aparece SĆ³crates, el hĆ©roe dialĆ©ctico del drama platĆ³nico, que necesita defender sus posiciones con razones y contraargumentos.

       La influencia de SĆ³crates en EurĆ­pides se ve en el elemento optimista de sus tragedias, aunque AristĆ³teles lo considera el mĆ”s trĆ”gico de los poetas. Pero lo que se ve en sus obras es la destrucciĆ³n del elemento dionisiaco hasta el salto mortal del espectĆ”culo burguĆ©s. ImagĆ­nense las consecuencias de las mĆ”ximas socrĆ”ticas: ā€œla virtud es conocimientoā€, ā€œsĆ³lo se peca por ignoranciaā€. Ahora el hĆ©roe virtuoso tiene que ser dialĆ©ctico, ahora tiene que haber entre virtud y conocimiento, creencia y moral, un vĆ­nculo obligatoriamente visible. Ahora la soluciĆ³n trascendental de la justicia se rebaja al nivel de la razĆ³n y al principio de la ā€œjusticia poĆ©ticaā€. Ahora la virtud serĆ” recompensada y el vicio castigado. El artista escinde el elemento dionisiaco original y omnipotente de su obra y construye su arte sobre un fondo ya no musical cĆ³smico, sino moral. Una visiĆ³n socrĆ”tica, no dionisĆ­aca, del mundo. La obra ya no nacĆ­a del espĆ­ritu de la mĆŗsica. El coro, el sustrato musical dionisĆ­aco de la tragedia temprana, ya no era el vehĆ­culo de la parte principal del efecto. Su dominio se limita a estar casi coordinado con los actores, como si se elevara desde la orkhestra, el lugar de la danza, un centro circular en medio del cual se encontraba el altar del dios, como si se elevara desde allĆ­ hacia la skene, un lugar a travĆ©s que En las puertas, cuando se desarrollaba el drama, los actores entraban a actuar ante los ojos de los espectadores sentados en el theatron, el lugar de la vista, gradas en forma de herradura, generalmente excavadas en la ladera de un cerro.

       SĆ³crates no entendĆ­a la tragedia y por tanto no la estimaba. En el socratismo estĆ©tico, todo debe ser inteligible para ser bello. El prĆ³logo de EurĆ­pides es ya un sĆ­ntoma de ello. Es el mĆ©todo racionalista que dice de antemano todo lo que va a suceder, una renuncia al efecto de la tensiĆ³n. No se verifica en absoluto la excitante relaciĆ³n de un sueƱo premonitorio con una realidad que vendrĆ” despuĆ©s, el efecto del nudo procedimental desatĆ”ndose poco a poco a la desgracia del hĆ©roe. Para SĆ³crates, la facultad creadora del poeta, en cuanto no es discernimiento moral y consciente, equivale a la aptitud del adivino y del intĆ©rprete de sueƱos, mientras que para EurĆ­pides, Esquilo creaba incorrectamente porque lo hacĆ­a inconscientemente. Son apreciaciones superficiales de lo que es ser poeta para ver como una especie de vicio la virtud crucial del verdadero artista. En la Ć©tica socrĆ”tica, todo debe ser consciente, hecho con racionalidad, con una razĆ³n de ser, de lo contrario no serĆ” bello. SĆ³crates, que descarriaba al pueblo, atrofiaba los instintos, cuestionaba las virtudes tradicionales, este adversario del arte trĆ”gico, se abstenĆ­a de asistir a las representaciones y sĆ³lo se incluĆ­a en la lista de espectadores cuando se presentaba una nueva obra de EurĆ­pides. En su nueva y sin precedentes valoraciĆ³n del conocimiento y la inteligencia, habĆ­a que condenar una Ć©tica instintiva. El daimon, la voz de la razĆ³n que se manifiesta en determinados momentos y disuade al individuo de actuar por instinto, por su propia seguridad, en SĆ³crates esta voz es la del instinto, que sĆ³lo ocasionalmente advierte a su razĆ³n. Mientras que en toda persona verdaderamente productiva el instinto es precisamente la fuerza afirmativa, creadora, y la razĆ³n, el daimon, se manifiesta de forma crĆ­tica y disuasoria sĆ³lo en determinados momentos, en SĆ³crates es todo lo contrario. Una verdadera monstruosidad de naturaleza lĆ³gica, no mĆ­stica. En SĆ³crates nunca ardiĆ³ el gracioso delirio del entusiasmo artĆ­stico. No mirĆ³ con agrado los abismos dionisĆ­acos. Vio en la tragedia algo irracional, con causas sin efectos y con efectos que parecĆ­an sin causas, un conjunto abigarrado y multiforme que tendrĆ­a que ser repugnante para una naturaleza reflexiva, ademĆ”s de ser un cebo peligroso para las almas sensibles. Para Ć©l, el arte trĆ”gico nunca dice la verdad y estĆ” dirigido a los que no tienen mucha inteligencia, no a los filĆ³sofos. Como PlatĆ³n, las incluyĆ³ entre las artes halagadoras, aquellas que no representaban lo Ćŗtil, sino sĆ³lo lo placentero, y por eso exigiĆ³ a sus discĆ­pulos un riguroso alejamiento de tales atracciones, tan poco filosĆ³ficas, y lo exigiĆ³ con tanto Ć©xito. que el joven poeta trĆ”gico, PlatĆ³n, quemĆ³ sus poemas para convertirse en su alumno. Su entusiasmo productivo ahora se centra en la creaciĆ³n de los DiĆ”logos, una mezcla de todos los estilos y formas anteriores. El diĆ”logo platĆ³nico es el prototipo de la novela moderna, una fĆ”bula de Esopo infinitamente intensificada, donde la poesĆ­a convive con la prosa dialĆ©ctica en una relaciĆ³n jerĆ”rquica similar a la que la filosofĆ­a ocupaba con la teologĆ­a en la Edad Media. Era la nueva posiciĆ³n a la que PlatĆ³n, bajo la presiĆ³n de SĆ³crates, arrastrĆ³ a la poesĆ­a.

       Fue SĆ³crates, con el lĆ”tigo de sus silogismos, quien expulsĆ³ la mĆŗsica de las tragedias de EurĆ­pides y destruyĆ³ su esencia, que es la manifestaciĆ³n apolĆ­nea y la configuraciĆ³n de los estados dionisiacos. De nada le sirviĆ³ a ese lĆ³gico despĆ³tico haber recibido una apariciĆ³n en un sueƱo, como les cuenta a sus amigos en la cĆ”rcel, y quienes le dijeron: ā€œSĆ³crates, haz mĆŗsicaā€. Era la voz de advertencia del daimon, del instinto en su caso. Y para tranquilizar su conciencia, compone un proemio a Apolo y pone en verso algunas de las fĆ”bulas de Esopo. La fĆ”bula de Esopo, por cierto, fue lo que mĆ”s le gustĆ³, precisamente porque contenĆ­a esa vieja alegorĆ­a moral en la historia contada. Pero el arte es el reino de la sabidurĆ­a del que estĆ”n proscritas la lĆ³gica y la moral. Su significado, si lo tiene, es metafĆ­sico. Tal fue la tragedia entre el arte griego de los tiempos mĆ”s fĆ©rtiles, ese arte ante el cual toda producciĆ³n autĆ³noma, aparentemente original y sinceramente admirable parece perder color y vida y encogerse en una copia fracasada y hasta en una caricatura. Uno siente una furia interior contra esa gente arrogante que se habĆ­a atrevido a etiquetar todo lo extraƱo como ā€œbĆ”rbaroā€. Pero todo el veneno que la envidia, la calumnia y el rencor generaron en Ć©l no fue suficiente para eclipsar por completo esa influencia. Todo el mundo siente vergĆ¼enza y miedo de los griegos, a menos que estime la verdad por encima de todo, a pesar de la influencia negativa de un hombre teĆ³rico como SĆ³crates, alguien que se cree capaz, por el simple hilo de la causalidad, de sondear los hechos. Ser, de conocerlo, de preverlo, de corregirlo. Es la ciencia, el espĆ­ritu cientĆ­fico, optimista, que quiere hacer cognoscible el cosmos para justificar, para dar sentido a la existencia. Pero la existencia sĆ³lo adquiere un sentido adecuado si su consideraciĆ³n conduce al mito como consecuencia inevitable. DespuĆ©s de SĆ³crates, como las olas del mar, una escuela de filosofĆ­a sigue a otra. Es la codicia del conocimiento. Ante este optimismo teĆ³rico que nos rige en los tiempos actuales, preguntĆ©monos dĆ³nde encontrar ese pesimismo trĆ”gico que se afirma en la existencia, dĆ³nde encontrar un arte trĆ”gico, hecho para unos pocos, cuyo artista desprecia incluso al gran pĆŗblico, sĆ­, no se acomoda a un poder cuya fuerza reside sĆ³lo en el nĆŗmero. CuĆ”les son las esperanzas de renacer un arte en estos dĆ­as frente al otro impulso que trabaja en su contra, seguro de su victoria: la ciencia. Este arte no puede provenir de un solo principio, sino de dos impulsos. A travĆ©s de la letra del uno, el otro debe lanzar su espĆ­ritu y su grito mĆ­stico de alegrĆ­a, para que asĆ­ se nos abra el camino al corazĆ³n mĆ”s Ć­ntimo de las cosas.

 

3. Espejismos de una posible resurrecciĆ³n

 

       Schopenhauer reconociĆ³ en la mĆŗsica un origen diferente al de todas las demĆ”s artes. A Ć©l debe su descubrimiento la filosofĆ­a estĆ©tica metafĆ­sica. La mĆŗsica no es una copia de copias de Ideas como otras manifestaciones artĆ­sticas, sino un reflejo de algo totalmente diferente. AsĆ­ como decĆ­a AristĆ³teles que la mĆŗsica imita al alma humana, lo cual no es del todo correcto, en cierto modo tambiĆ©n podemos decir que es como si representara todos los procesos dentro del ser humano que la razĆ³n arroja en la amplia esfera del concepto de sentimiento. . Sin embargo, no hay nada con lo que estrictamente se puedan comparar las melodĆ­as. Es solo aparentemente que un sentimiento puede expresarse a travĆ©s de una infinidad de melodĆ­as posibles. Tales sonidos de fondo apuntan a algo mucho mĆ”s que sentimientos puramente humanos. Su lenguaje es un misterio, lo oĆ­mos y nuestra imaginaciĆ³n se incita a dar forma a ese mundo de espĆ­ritus del que nos habla, y quien al escuchar las melodĆ­as encuentra algo en el mundo visible que se le asemeja, sĆ³lo debe desesperaciĆ³n de su descarada proclividad no artĆ­stica. SĆ³lo podemos hablar de mĆŗsica en tĆ©rminos aproximados. De ella nace el mito que alude a la vida eterna. ā€œĀ”Creemos en la vida eterna!ā€, asĆ­ debe decir el oyente bajo el influjo de la mĆŗsica.

       Schopenhauer y su teorĆ­a estĆ©tica, con tan profundas intuiciones y perspicacias, nos brindan una luz en medio del bosque oscuro en el rescate de un arte que tiene a la mĆŗsica en su sustrato mĆ”s profundo, porque es la que nos obliga a adentrarnos en la mirada a travĆ©s de la horrores de la existencia, pero que lo hagamos sin caer en la tentaciĆ³n de negar la vida a travĆ©s del ascetismo, como recomendaba el pesimismo cadavĆ©rico de la parte moral de su filosofĆ­a. Que surja algo que nos saque momentĆ”neamente de los engranajes de las figuras mutantes y nos sugiera el indomable deseo y el placer de existir, que nos hable de los tormentos y dolores necesarios en el aniquilamiento de las apariencias, ante la plĆ©tora de innumerables formas de existencia que empujan y comprimiendo en la vida, pero sin exigir la negaciĆ³n de la vida. Tal fue la tragedia de los helenos, que realmente brotĆ³ del espĆ­ritu de la mĆŗsica, del coro. AllĆ­, incluso la acciĆ³n fue siempre menos importante que la mĆŗsica, los hĆ©roes siempre hablaban mĆ”s superficialmente que actuaban, porque la mĆŗsica nunca se objetiviza propiamente en la palabra hablada. La articulaciĆ³n de las escenas y las vĆ­vidas imĆ”genes revelaron una sabidurĆ­a mĆ”s profunda que la que el propio poeta podĆ­a captar en palabras y conceptos. Lo mismo puede observarse en Shakespeare. Hamlet habla mĆ”s superficialmente de lo que actĆŗa, de modo que no es de meras palabras, sino de una visiĆ³n completa y revisiĆ³n del conjunto, de donde debe inferirse la doctrina de los misterios de nuestra inmortalidad.

       La incongruencia entre mito y palabra es clara, si es sĆ³lo una palabra. Lo que no logra el poeta del verbo puro, lo logra en todo momento el mĆŗsico. Y quĆ© infinitamente rica aquella mĆŗsica que luchĆ³ por su revelaciĆ³n figurativa y mĆ­tica, desde los inicios del coro primitivo, pasando por la lĆ­rica hasta la tragedia. Esta canciĆ³n muriĆ³ en la tragedia, pero viviĆ³ en los misterios. En las metamorfosis mĆ”s maravillosas, nunca deja de atraer hacia sĆ­ a las naturalezas mĆ”s orgullosas. Aqui e ali, ela volta a brilhar como arte para fora de sua profundeza mĆ­stica, depois de ter sido obrigada a sair dos trilhos pelo impulso dialĆ©tico, pelo saber e o otimismo da ciĆŖncia, a sabedoria do homem teĆ³rico que tomou o lugar da consideraĆ§Ć£o trĆ”gica del mundo. Pero Kant, otro punto de luz, ya ha demostrado los lĆ­mites de esta ciencia y su pretensiĆ³n de validez universal, hoy ya no tiene la fuerza suficiente para impedir el despertar artĆ­stico de la tragedia. Por supuesto, su demoledora filosofĆ­a crĆ­tica tambiĆ©n puede ser apelada aquĆ­ para testimoniar contra la ilusiĆ³n del mito. Pero los hombres vivimos de ilusiones y nos fortalecemos en la medida en que no nos dejamos engaƱar por concepciones que nos degradan, que nos rebajan a la condiciĆ³n de decadentes. Que el mito resurja del subsuelo y que el arte encuentre en Ć©l su suelo ideal.

       La mĆŗsica que vino despuĆ©s de la muerte de la tragedia ya no era mĆŗsica para crear mitos. En el nuevo ditirambo Ć”tico, ya no expresa el ser interior, sino sĆ³lo la apariencia, y de manera insuficiente, en una intuiciĆ³n mediada por conceptos, mĆŗsica de la que se separan las naturalezas verdaderamente musicales. AristĆ³fanes, otro portador de la antorcha, tenĆ­a razĆ³n cuando despreciaba al propio SĆ³crates y su tendencia asesina del arte trĆ”gico, de influencia deletĆ©rea sobre EurĆ­pides. El gran comediante oliĆ³ en todos estos fenĆ³menos los sĆ­ntomas caracterĆ­sticos de una cultura degenerada. A travĆ©s de este nuevo ditirambo, la mĆŗsica se convirtiĆ³ en un retrato imitativo de la apariencia de una batalla, de una tormenta en el mar, despojada de su fuerza mitificadora. Si la mĆŗsica busca excitar nuestro deleite solo obligĆ”ndonos a buscar analogĆ­as entre un evento de la vida y otro y ciertos sonidos peculiares, y si nuestras mentes deben contentarse con el conocimiento de tales analogĆ­as, entonces nos vemos reducidos a un estado de ese una concepciĆ³n de lo mĆ­tico es imposible. El mito quiere ser sentido intuitivamente como un ejemplo Ćŗnico de universalidad y veracidad con los ojos fijos en el eterno infinito. La mĆŗsica dionisĆ­aca nos seƱala algo bajo un aparente desmoronamiento que no significa nada frente a la permanencia total de ese algo. La pintura sonora del nuevo ditirambo, en cambio, no es mĆ”s que mĆŗsica descriptiva, mĆ”s en la lĆ­nea del placer socrĆ”tico de saber, la ilusiĆ³n de poder curar la herida de la existencia a travĆ©s del conocimiento. No es que la bĆŗsqueda del conocimiento no sea uno de los grados de ilusiĆ³n reservados sĆ³lo a las naturalezas mĆ”s noblemente dotadas, aquellas que sienten, en general con el mĆ”s profundo disgusto, el peso del lastre de existir. El problema es que toda nuestra cultura estĆ” atrapada en esta red. Las fuerzas cognitivas del hombre teĆ³rico trabajan exclusivamente al servicio de la ciencia, cuyo prototipo y tronco principal es la figura de SĆ³crates. Todas las demĆ”s culturas tienen que luchar dolorosamente para estar a la altura de las circunstancias, todos nuestros mĆ©todos educativos tienen originalmente este ideal a la vista, el ideal del hombre erudito. Pero este hombre moderno ha sentido durante mucho tiempo la decadencia a la que conduce este placer socrĆ”tico y ahora exige otra forma de sabidurĆ­a.  

       Y emergerĆ”, incluso en nuestra sociedad, llevada hasta los estratos mĆ”s bajos por una cultura tan racional, cientificista, que se estremece poco a poco bajo la efervescencia y los deseos exuberantes. Su creencia en la felicidad de todos no anula la amenaza permanente y grave. Las clases dominantes de esta cultura saben que necesitan una clase de esclavos para seguir existiendo de forma duradera, aunque niegan esta necesidad, sabiendo que en el fondo se encaminan hacia una destrucciĆ³n espantosa, porque no hay nada mĆ”s rencoroso que una barbarie. clase de esclavos que aprendieron a considerar injusta su existencia y ahora estĆ”n dispuestos a vengarse por sĆ­ mismos y por todas las generaciones. Y de nada servirĆ” apelar a nuestras pĆ”lidas religiones, que han degenerado en religiones cultas de tal manera que el mito, presupuesto obligado de toda religiĆ³n, queda paralizado, porque incluso en la religiĆ³n ese espĆ­ritu optimista que es el germen de la destrucciĆ³n de la sociedad actual. Hace tiempo que el hombre moderno siente la desgracia que duerme en el seno de esta cultura en la que ya no caben las grandes naturalezas con disposiciones universales, las que se sirven del instrumento de la ciencia misma para exponer sus lĆ­mites y los condicionamientos del saber en general. . Esta ilusiĆ³n de que, a travĆ©s del hilo de la causalidad, podemos sondear el ser mĆ”s Ć­ntimo de las cosas, todavĆ­a se muestra victoriosa con su abierto optimismo en la esencia de la lĆ³gica. Y aun asĆ­, no se pierden las esperanzas de que en algĆŗn lugar de Occidente surja una especie de artista que empuje al lugar de la ciencia la sabidurĆ­a que se vuelve con la mirada fija a la imagen conjunta del mundo y aprehende, con sentimiento de amor. , el sufrimiento eterno como su propio sufrimiento. Es el artista con la valentĆ­a de su mirada, con una inclinaciĆ³n por lo extraordinario, con su paso audaz de matar dragones, la orgullosa temeridad con la que da la espalda a todas las doctrinas de debilidad generadas por el optimismo, para este optimista, moderno el hombre, ahora angustiado, siente que su cultura construida sobre el principio de la ciencia tiene que venirse abajo cuando esta cultura logicista comienza a volverse ilĆ³gica. Ɖ sabido que Ć© inĆŗtil querer imitar os grandes perĆ­odos sem o prĆ³prio espĆ­rito que os animou, de modo que, junto com o renascimento daquela consideraĆ§Ć£o trĆ”gica da existĆŖncia, Ć© preciso que venha tambĆ©m algo com o selo do novo, algo totalmente diferente do douto atual , esse que reĆŗne em torno de si toda a arte universal e coloca-se no meio dela, entre os estilos artĆ­sticos e artistas de todos os tempos, coloca-se no meio deles e pƵe-se a lhes dar nomes, como AdĆ£o fez com los animales. Este difunto sigue siendo el eterno hambriento, el crĆ­tico, bibliotecario y corrector cegado por el polvo de los libros y los errores de imprenta.

       SĆ­, hermanos mĆ­os, apartĆ©monos de los efectos nocivos de una influencia socrĆ”tica. Y si queremos ver el daƱo que causa en cualquier arte, en la gran mĆŗsica, por ejemplo, echemos un vistazo a la Ć³pera. Esta mĆŗsica externalizada, este gĆ©nero de habla semimusical, incapaz de emociĆ³n frente a la mĆŗsica ineludiblemente mĆ”s sublime y sagrada. La Ć³pera es el resultado del gusto del hombre teĆ³rico que es bĆ”sicamente un profano en lo que a mĆŗsica se refiere. Es incapaz de discernir las mĆŗltiples lĆ­neas melĆ³dicas que armonizan en la urdimbre polifĆ³nica y, sin comprender en absoluto el divino y filigrano arte del contrapunto, bautiza esta sublime mĆŗsica del barroco, no sin el tinte peyorativo del concepto. Por eso, no es de extraƱar que el gusto por la Ć³pera se hubiera extendido con Ć­mpetu precisamente en la sociedad lujuriosa y distraĆ­da de aquellos cĆ­rculos florentinos cuando, en la misma Florencia, habĆ­a despertado en toda su construcciĆ³n el luminoso edificio de armonĆ­as palestinas, la luz mediterrĆ”nea. El oyente era demasiado racional. La fuerza del espĆ­ritu de la Ć³pera es tan baja como la fuerza de nuestras instituciones de educaciĆ³n superior, especialmente las que forman periodistas, gente que no ha aprendido nada sobre la oposiciĆ³n entre la apariencia y la cosa en sĆ­, gente cada vez mĆ”s lejos de comprender el verdadero efecto de una tragedia musical sobre un heleno. A la vista del mito que se movĆ­a ante Ć©l, el heleno se sintiĆ³ elevado a una especie de omnisciencia y sus ojos pudieron penetrar, a travĆ©s de los fenĆ³menos, las ebulliciones del Ser, la espesa corriente de las pasiones con la ayuda de la mĆŗsica y hasta las mĆ”s delicados misterios de las emociones. Es la cumbre y la cima del arte, la alegrĆ­a en la aniquilaciĆ³n. Hay un escalofrĆ­o ante las acciones del hĆ©roe que lo destruyen, pero no sin sentir en esa destrucciĆ³n un gozo y un placer superiores. El impulso dionisiaco envuelve todo este mundo de apariencias, y lo que se siente es un supremo gozo artĆ­stico primordial. Mientras que otros estetas caracterizan como propiamente trĆ”gica a veces la lucha del hĆ©roe contra el destino, a veces el miedo y la compasiĆ³n, que deben ser propulsados por hechos graves hasta provocar una descarga de alivio, esto no nos ayuda a llegar al corazĆ³n de este arte. Entre los antiguos, el mĆ”s alto grado de patĆ©tico es todo juego estĆ©tico que metafĆ­sicamente lo alegra y lo consuela y lo eleva por encima de cualquier proceso moral, porque el arte no estĆ” al servicio de nada mĆ”s que de sĆ­ mismo. Cualquiera que no se sienta asĆ­ es el crĆ­tico moderno con pretensiones mitad morales, mitad eruditas. ĀæCĆ³mo puede renacer la tragedia griega en medio de tales oyentes, de tales crĆ­ticos? El verdadero oyente es el embelesado por un hechizo poderoso, mientras que el esteta moderno vincula la obra a la polĆ­tica contemporĆ”nea.  Cuando esta cultura moral crĆ­tica llega al arte, degenera en un objeto de la clase mĆ”s baja. Esto es cuando no se utiliza como medio gregario de una sociabilidad vanidosa, disipada, miserablemente egoĆ­sta y carente de originalidad, por lo que nunca se ha hablado tanto del arte y tan poco considerado el arte.

       Hay que entender el mito, la imagen concentrada del mundo, no el espĆ­ritu histĆ³rico-crĆ­tico del presente, del ahora. Sin mito, toda cultura pierde su fuerza natural y creadora. Las fuerzas de la fantasĆ­a y el sueƱo apolĆ­neos sĆ³lo las salva el mito, sĆ­, un horizonte de mitos, huestes de espĆ­ritus, los guardianes inadvertidos y omnipresentes bajo cuya custodia crece el alma joven y con cuyos signos el hombre se da a sĆ­ mismo una interpretaciĆ³n de su vida y su vida. luchas No hay ley mĆ”s poderosa que el fundamento mĆ­tico, que garantiza la conexiĆ³n con la religiĆ³n, su crecimiento a partir de representaciones mĆ­ticas. Sin mito, el hombre moderno tiene costumbres abstractas, sus andanzas no estĆ”n guiadas por ninguna cultura artĆ­stica, no tiene sede originaria fija y sagrada, sus posibilidades estĆ”n agotadas. Esta necesidad histĆ³rica de la cultura moderna insatisfecha vive perdida de la patria mĆ­tica en la agitaciĆ³n febril y siniestra de esta cultura, y quizĆ”s sĆ³lo mirando a los griegos, nuestros guĆ­as luminosos, podremos purificar nuestro saber estĆ©tico. Apolo y Dionisos, cada uno gobernando un reino estĆ©tico separado, los encontramos juntos en la tragedia de la mejor fase de los griegos. El crepĆŗsculo, la muerte de Ć©ste sucediĆ³ por una notable disociaciĆ³n de los dos impulsos artĆ­sticos primordiales, al mismo tiempo que el carĆ”cter del pueblo griego se degeneraba y transformaba. Hasta entonces, los griegos relacionaban todo lo que les sucedĆ­a con sus mitos, sĆ³lo entendĆ­an lo que experimentaban a partir de esta articulaciĆ³n, con la que el presente mĆ”s prĆ³ximo se les presentaba siempre bajo el aspecto de lo eterno, y, en este fluir atemporal, Sumergido tambiĆ©n el arte y el Estado, porque un pueblo, como un hombre, vale precisamente tanto como es capaz de imprimir en sus experiencias el sello del Eterno. Lo contrario es cuando empiezas a concebirte histĆ³rico y diluyes los baluartes mĆ­ticos que te rodean, y te vuelves mundano, presente, moderno, actual, hasta romper con la metafĆ­sica.

       Por tanto, para un posible renacimiento de esta magnĆ”nima tragedia, levantemos la cabeza al cielo puro, pues allĆ­ veremos el vuelo del pĆ”jaro dionisiaco indicĆ”ndonos el rumbo de un arte tan alado y elevado como su espĆ­ritu. Es este arte el que nos hace adquirir el don de mirar y de ir mĆ”s allĆ” de mirar, que opera el placer en la visiĆ³n del significado mĆ­tico, un placer cuya patria es idĆ©ntica a la de la sensaciĆ³n de disonancia en la mĆŗsica, que, utilizada artĆ­sticamente, hace escuchemos y vayamos mucho mĆ”s allĆ” de escuchar. Aspiremos al infinito con el modelador de este universo, que jugando como un niƱo construye montones de arena para luego volver a destruirlos. TransportĆ©monos, como en nuestros sueƱos, a este estado mental hasta que surja una visiĆ³n de nosotros mismos caminando bajo altas columnas jĆ³nicas, en la HĆ©lade de la edad de oro, teniendo a nuestro lado, en mĆ”rmol reluciente, reflejos de nuestros propios cuerpos transfigurados. . Dirigiendo ahora el foco de nuestra mirada hacia el punto donde las nubes tocan la lĆ­nea del horizonte, arrodillĆ©monos en agradecimiento por tan divina profusiĆ³n de belleza y, por fin, serenamente pensativos, exclamemos con emociĆ³n: ā€œĀ”CuĆ”nto ha costado esta gente Ā”Hay que sufrir para volverse tan hermosa!".

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